¿Cómo razonaba?
Memoria previa:
1990, tras el triunfo de Alberto Fujimori, ilustre desconocido outsider político que derrotó en las urnas presidenciales al laureado escritor Mario Vargas Llosa, que por merecidos pergaminos nadie dudaba del reconocimiento multitudinario de sus compatriotas, pero su talón de Aquiles, la política, se identificó con una facción de los inoperantes partidos tradicionales.
En su momento, el Perú era el centro de la atención mundial, todos incrédulamente se preguntaban "que pasó", agresiones verbales racistas de todo calibre "un chino de m..." como lo llegó a calificar un olvidable decano del colegio de abogados...
En medio del desconcierto, canales de televisión propalaron una ayayera encuesta pública que realizaba César Hildebrandt (fungiendo de datero) por las calles de Madrid, solicitando la opinión al paso de los ciudadanos, sobre para lo que para él, era abominable, que un ciudadano peruano con rasgos orientales alcanzara la Presidencia de la República...
Una matrona española interrogada, se sorprendió por la inusitada pregunta, le observó escudriñando el rostro del entrevistador ocasional (César Hildebrandt) le espetó "Usted, también no es chino"...
¿El Sr. César Hildebrandt, habrá revisado su árbol genealógico?
DIARIO REPÚBLICA-PERÚ
Jueves, 4 de mayo de 1995
FUJIMORI
¿Que nos distancia de un hombre como Alberto Fujimori?
En primer lugar su estilo personal, es mezcla de soberbia autoritaria y chabacanería de alto rating con que nos suele fatigar. En segundo lugar su propensión a concentrar el poder y a debilitar a las instituciones que él ve como piedras puestas en el camino del voluntarismo. En tercer lugar su escasa imaginación para encarar el problema económico desde perspectivas distintas de las que sugiere, cómo rígido recetario, la tecnocracia internacional. En cuarto lugar, su convicción de que el trabajo no es un factor paritario del capitalismo sino una especie de gracia providencial desprendida del árbol del crecimiento. En quinto lugar, su ceguera respecto a la descentralización, a la que mira con sospecha y sin grandeza. En sexto lugar esa propensión a ejercer el artero oficio de dejar en la cuneta contusos y marcados a quienes mejor le sirvieron, y más fervor le demostraron. En séptimo lugar, sus palizas al idioma que parece agonizar en cada en cada una de sus frases y desangrarse en sus discursos. En octavo lugar, su inacabable desfile de personificaciones que hoy nos la cubre con el poncho andino y mañana con las plumas más bien imaginarias de una tribu selvática, y a las pocas horas con el sombreo enjuto del Cusco o el chullo aymara del antiplano y algún día de estos - lo esperamos alborozados- con el ropaje tintineante de los danzantes de tijeras y las máscaras de las diabladas. En noveno lugar, la exitosa dosis de curare con que ha paralizado la crítica de la televisión y las denuncias de la radio. Y en décimo lugar su hinchada convicción de que él no le debe políticamente nada a nadie y que el Perú moderno se funda con su ascenso.
Pero enumerando este decálogo de no fujimorismo, es honesto decir que Fujimori se está labrando un lugar en la historia de este país desactivando la bomba más peligrosa de cuantas fabricamos en los años de la deriva y el terror: la desesperanza.
Nos guste o no, Fujimori ha asociado su imagen con la del éxito, la entereza y la capacidad de decisión. Y mal haría la oposición parapetándose en los tòpicos de la democracia ofendida sin examinar el atlas sociológico que la espantosa década del 80 levantó y que Fujimori interpreta con indiscutible maestría.
Fujimori no es el monstruo que el azar inventó sino el mazazo que la desesperación llamó y que la comparación con el pasado inmediato sostiene y ratifica. Fujimori es sombra y aguaje de la crisis. Es la solución que los vecinos de Tarata y Lucamarca creen haberse dado para reconstruir el país que Guzmán bombardéo y García condujo hacia el abismo.
Detrás de Fujimori, explicándolo, están la decadencia de los partidos autistas, el mercantilismo sin salida, el ejército mil veces emboscado, los campos sin roturar por los precios viles de la papa, la inflación desbocada, los sindicatos del PC, los discursos de Melgar y los negocios de Zanatti.
"Nadie es inocente" gritó el anarquista del atentado del Café de la Paz, en París. "Nadie debe reclamar" podría ser el primer párrafo de un arrepentimiento que, al igual que en Argentina, nos empieza a liberar de las mentiras piadosas y los lugares comunes de la autocomplacencia.
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